Pretender fijar de modo exacto y definido los límites que separan la creación literaria de otros tipos de comunicación humana es tarea realmente comprometida. Abarcar bajo una misma y única definición creaciones tan diversas como puedan serlo una tragedia de Sófocles, una novela de Cervantes, un poema de Cernuda, un artículo de Larra o una novela de terror puede parecer poco menos que imposible. Y, sin embargo, tendemos a englobar estas obras bajo la denominación genérica de literatura.
Si nos atenemos a la definición que de literatura da el DRAE (Arte bello que emplea como instrumento la palabra) o la dada por The Concise Oxford Dicctionary (Escritos, o textos, cuyo valor se fundamenta en la belleza de la forma o en su efecto emotivo), nos daremos cuenta que suele coincidirse en dos aspectos fundamentales del fenómeno literario: su transmisión por medio del lenguaje, oral o escrito, y su intención artística. Sin embargo, es evidente que si limitáramos exclusivamente lo literario a todo aquello que busque la expresión verbal de un mensaje de significación artística, tendríamos que excluir del término literatura un buen número de obras didácticas, de entretenimiento o de estricta información.
Lo literario, en nuestros días, requiere, por lo tanto, una definición lo más amplia posible.
Hasta nuestra época moderna, en fecha relativamente reciente con respecto a la historia del hombre civilizado, se ha venido respetando la concepción de literatura como imitación o mimesis, pero no copia servil, de la realidad humana, que es la teoría promulgada por Aristóteles en su Poética. Y las distintas formas que la obra literaria adaptaría vendrían determinadas por la elección del género (tragedia, épica), que a su vez vendría determinado por el tema elegido por el autor (heroico, lírico…). Pero la cultura latina daría una definición de la «función» de la literatura que iba a afectar de modo trascendental a una inmensa mayoría de la producción literaria desde entonces a nuestros días. El poeta Horacio nos dice: «Aut prodesse volunt aut delectare poetae/Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci,/ lectorem delectando pariterque monendo» («Los poetas quieren aprovechar o deleitar/El que mezcla lo útil con lo armonioso alcanza el premio,/ deleitando y enseñando a la vez al lector»).
Ese «deleitar aprovechando» va a ser la regla de oro que regirá la creación literaria durante siglos y siglos. Así queda patente, por ejemplo, en la intención de Cervantes en El Quijote o las Novelas Ejemplares o en las ideas sobre lo que es la literatura que nos dejó Larra en uno de sus famosos Artículos. Pero hay ocasiones en que incluso ese «deleitar aprovechando» puede subyacer en las creaciones literarias más aparatosamente artísticas, como por ejemplo un soneto de Góngora.
Las modernas doctrinas de «el arte por el arte» en literatura vendrán a revolucionar el concepto de creación literaria defendido durante tanto tiempo. Así, dice Vicente Huidobro en su Arte poética: «Que el verso sea como una llave/ Que abra mil puertas./ Una hoja cae; algo pasa volando;/ Cuanto miren los ojos creado sea,/ Y el alma del oyente quede temblando./ Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;/ El adjetivo, cuando no da vida, mata./ Estamos en el ciclo de los nervios./ El músculo cuelga./ Como recuerdo, en los museos;/ Mas no por eso tenemos menos fuerza:/ El vigor verdadero/ Reside en la cabeza;/ Por qué cantáis la rosa. ¡Oh, poetas!,/ Hacedla florecer en el poema;/ Sólo para nosotros/ Viven todas las cosas bajo el Sol./ El poeta es un pequeño Dios.»
A lo largo de la historia de la literatura vemos, por lo tanto, de qué modo tan dispar ha ido entendiéndose la naturaleza de lo que es, o debe ser, la literatura.